...Las deposité en una botella y las hice a la mar...

sábado, 21 de agosto de 2010

Muerte

Niña, habitas en mi cuerpo todavía serena con tu misión insalvable, como destino melancólico bajo la piel.

Aún no te sé del todo, más reconozco tu efigie de mil rostros delirados por el vendaval en los desiertos del tiempo.

Es el minuto a minuto graníticamente fino que fluye por volverme a la noche más larga.

¿Quién podría evitar tu perenne verdor, ciprés incorruptible?

Ni siquiera un largo invierno de amaneceres borrascosos.

¿Recuerdas que tu escuálida sombra ya me había rozado a penas de gélida caricia? Justo en tierras fecundas de bellas posibilidades truncadas, cuando echaste raíces a raudales y no podía aceptarte, sólo presenciar con la afonía de la derrota.

Nada puede negarte, pero desde mi inútil osadía renegué tres veces de no comprender que eres una de las certezas de la vida. Porque finalmente sentí tu pálpito en la intuición, en tanto sumabas con dedos lívidos sus historias y desvaneciste la memoria del ser, igual que arcoíris consumado por el ocaso.

Tus maniobras extinguieron su hálito. La flama. El fin de la pausa suspendida en el infinito.

Acto seguido, susurraste absoluto silencio.