Misivas desde el naufragio
Gabriela Reboreda Nava
lunes, 6 de septiembre de 2010
En las montañas de la locura
sábado, 21 de agosto de 2010
Efrén Rebolledo. Vida y obra
Justicia
Eternidad
Muerte
martes, 9 de marzo de 2010
Botella al mar para el dios de las palabras
Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española
Gabriel García Márquez
A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
La Jornada, México, 8 de abril de 1997
lunes, 8 de febrero de 2010
Francisco Tario (1911-1977)
Antes de su incursión en las letras había destacado como portero de fútbol, pero radicalmente cambiaría el balón por la pluma y el apellido Peláez por el Tario, surgió entonces el escritor y como tal, frecuentaría diversos géneros: el relato fantástico, la novela realista, la prosa poética, el aforismo y el teatro.
Su primer trabajo aparece en 1943 bajo el título de La noche, un volumen que conjunta quince cuentos en los que construyó “para cada uno de ellos un pequeño drama casi siempre doloroso, fatal, grotesco, nunca feliz ni gracioso, y lo cuenta en la mayoría de los casos, desde dentro de ellos”. En esta serie de relatos encontramos títulos que comienzan con La noche. La noche del féretro, La noche del buque náufrago, La noche del loco, La noche del perro o La noche del muñeco, a excepción del cuento Mi noche.
En su texto Literatura mexicana del siglo XX, José Luis Martínez apunta que el ingreso de Tario a las letras con La noche, es un trabajo en el que se puede percibir y suponer que el escritor tenía contacto con las obras de Jorge Luis Borges y la Antología de la literatura fantástica. Por supuesto que la educación literaria de Tario debió ser más amplia, por ejemplo era asiduo lector de Gorky, Dostoievsky, Eugene Ionesco y James Joyce, entre otros. De igual forma era un personaje que nutrió su sensibilidad artística desempeñando otras actividades, como la de astrónomo, pianista y hasta propietario de una sala cinematográfica.
Se considera que Francisco Tario como escritor, era precavido de caer en excesos morbosos, se distinguía en sus cuentos “un tono de inusitada originalidad y una poderosa materia imaginativa en la que los mundos lívidos y crueles de la locura y de la pesadilla, la obsesión mórbida y toda la gama de la danza macabra se expresaban en relatos capaces de interesar con violencia a sus lectores”.
A la publicación de La noche, en el mismo año siguió la novela Aquí abajo, después con el título de Equinoccio publicó una obra que se caracteriza por contener la llamada escritura fragmentaria. Si bien Tario ante todo es considerado cuentista, en Equinoccio incluye aforismos , epigramas y prosas breves. Sobre la escritura fragmentaria se puede decir que ésta tiene dos rostros, una es de escritura abierta y no conclusiva, la otra, es cerrada y dogmática, propia de las consignas políticas o de los refranes populares.
Se dice que Tario por diversas razones personales no era muy productivo para escribir, razón que hace suponer sus grandes periodos de silencio, además que parte de su obra la realizó en el extranjero, no obstante en su proceso creativo era minucioso, particularidad que se nota en Equinoccio y más tarde en Una violeta de más .
El autor aprovechó la forma concisa y abierta del fragmento para utilizarlo en otro libro de fotografías titulado Acapulco en el sueño (1951), las fotos son de Lola Álvarez Bravo y permiten hacer un nexo entre la fotografía y el estilo de Tario.
Acapulco en el sueño es tal vez el libro más reposado del autor, el que menos angustia refleja.
En los textos que escribió posteriores a Equinoccio y Acapulco en el sueño, Tario tuvo una enorme preocupación por el acabado de sus obras, quizá por ello el motivo de sus silencios literarios, entre trabajo y trabajo.
De 1943 a 1952 publica la mayoría de sus libros, entre ellos Breve diario de amor perdido y Tapioca Inn. Mansión para fantasmas. Es en 1968 que aparece Una violeta de más, el último libro que publica en vida. Se sabe que en los últimos años de su existencia, se dedicó a escribir la novela Jardín secreto, la cual permaneció inédita, inacabada y al menos, según se sabe por testimonios de familia, en tres versiones distintas.
La contribución que Francisco Tario aportó a la literatura vino a complementar un panorama tradicional, cabe decir que no siempre su obra ha tenido la misma suerte editorial. A finales de los ochenta la publicación de Entre tus dedos helados y otros cuentos, antología preparada por Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, llamó de nuevo la atención sobre este autor que desde su muerte en 1977 había caído en el olvido. Tario era apenas considerado una curiosidad literaria.
Esa antología provocó el rescate de tres obras de teatro que habían permanecido inéditas, El caballo asesinado, Terraza con jardín infernal y Una soga para Winnie, uam, 1989; la reedición de Equinoccio en ese mismo año, un número de Casa del Tiempo y años más tarde la reedición de Una violeta de más y la reedición de Acapulco en el sueño por la Fundación Cultural Televisa.
Asimismo, se publicó Jardín secreto, la novela inédita. Todo esto podría hacer pensar que las cosas se transformaron con respecto a la difusión sobre los trabajos de Francisco Tario, pero no es así. Aunque ya se le incluye en las antologías del cuento mexicano del siglo xx, ya no se le considera tampoco una simple curiosidad y críticos como González Dueñas, Alejandro Toledo y Vicente Francisco Torres entre otros, se han ocupado de él; en la actualidad Acapulco en el sueño es difícil de encontrar y se dice que la edición de Jardín secreto a dos años de ser publicada, se fue al molino casi entera.
Por lo antes expuesto, sin duda una tarea pendiente sigue siendo la publicación de las obras completas de este autor.
Bibliografía y hemerografía
Espinasa, José María. “Francisco Tario y el aforismo. (Algunas hipótesis)”, Casa del Tiempo, UAM, México, diciembre de 2000-enero de 2001.
Martínez, José Luis, Literatura mexicana del siglo XX 1910-1949 México, Sep-Conaculta (Lecturas mexicanas), 1990. p.232-233
Tario, Francisco, Una violeta de más. México, Conaculta, (Lecturas mexicanas, tercera serie, 36), México, 1990. 191pp
Toledo, Alejandro. “Recuerdo de Francisco Tario. (Entrevista con Julio Farell)”, Casa del Tiempo, UAM, México, marzo de 2001.
martes, 12 de enero de 2010
domingo, 20 de diciembre de 2009
El género en el cine de la Revolución Mexicana
que me voy a referir están plagadas de ellos. Comentaré seis películas cuyo personaje principal es una
mujer y que se desarrollan durante la Revolución Mexicana de 1910-1917. Cuatro de ellas fueron
realizadas en la década de 1940, una en los años 50 y otra en los 60. Sólo pretendo hacer una re-visión de
ellas (en el sentido de echarles una nueva mirada) y mencionare únicamente ciertos aspectos que
muestran lo femenino y unos cuantos rasgos que considero importantes de como son vistas las mujeres y
las relaciones entre los géneros. Esta mirada no será ni semiótica ni psicoanalítica que es como se ha visto
a menudo el papel de los géneros en el cine y es quizá la que domina hoy en este tipo de análisis, sino
simplemente desde y dentro de una socio-estética feminista.
Por lo que se refiere al valor artístico de estas películas todas ellas, a excepción de La negra
Angustias, entran de lleno en lo que se ha llamado churro mexicano. La mayoría son películas malas, unas
más que otras, con uno que otro acierto particularmente fotográfico. Por ello, no me voy a enfocar en el
análisis de los valores artísticos ya que están fundamentalmente ausentes.
En Las abandonadas, Margarita (Dolores del Río) se casa con Julio (Víctor Junco) quien es de
una clase superior a la de ella1 Se cantan las alabanzas de lo maravilloso de ser la Señora de Torreblanca.
Ella es una feliz ama de casa y el es un engañabobos que tiene varias esposas.
El caso es que Margarita al darse cuenta de las mentiras huye, se va lejos y tiene un hijo,
«bendito sea Dios que es hombrecito, porque la verdad las mujeres sufrimos mucho», afirma ella. Toda la
historia es el sufrir de una madre que llega hasta las últimas consecuencias para hacer de su hijo «un gran
hombre». Se prostituye, pide limosna, roba y se vuelve la amante de un falso general de la Revolución,
Julio (Pedro Armendáriz), tan estafador como el tipo con el que se había casado, integrante nada menos
que de la famosa banda del automóvil gris. Este hombre se adueña de ella como objeto personal y la
coloca en una jaula de oro; ella se vende, pero al mismo tiempo tiene que pagar un precio muy alto
porque no puede ver a su hijo... y él es lo más importante para ella. Cuando la justicia descubre al tipo,
Margarita va a dar a la cárcel por encubridora. Ésta es una más de esas películas mexicanas donde se
sublima el papel de la mujer madre hasta limites inconcebibles; el hijo lo es todo. Hay una escena en
donde las mujeres, casi todas prostitutas incluida la madre, salen de cuadro cuando le van a tomar una
foto al hijo de niño, ellas no son dignas de salir a su lado. Y la escena final es sumamente ilustrativa de
esto, en ella se ve al hijo, ya hecho un hombre, bien arriba, está hablando desde una tribuna como desde
un pedestal, y la madre, que según él es igual a Dios, aparece como una miserable pordiosera, sucia, triste
y deshecha allá abajo, bien abajo, entre el público, y lo escucha hablar desde el anonimato. Ni siquiera
como madre de carne y hueso es reconocida ya que él ignora que ella es su madre. La sublimación se da
en abstracto solamente, es la idea de la madre lo que es preciso exaltar, no a la mujer-madre real.
Es interesante, por otro lado, ver aparecer la solidaridad entre dos mujeres. A diferencia de la
constante rivalidad entre ellas plasmada frecuentemente en el cine, Margarita y su amiga Gualupita tienen
una amistad a prueba de todo.
La Revolución aquí no pasa de ser un brumoso telón de fondo, y lo central es la construcción de
un monumento a la santa madre, al sacrificio de una madre. Las mujeres son tontas y perdidas, pero
buenas en el fondo. Lo más importante son «los grandes hombres»: ellos hacen la Historia y las mujeres
sólo pasan como sombras sufridas y abnegadas.
La lucha armada está mucho más presente en Enamorada.2 Aunque los bandos se confunden en
una sola Revolución, ese es el contexto histórico en el que se desarrolla el melodrama del amor entre dos
personas extremadamente temperamentales y violentas. El personaje de ella está inspirado en el de La
fierecilla domada de Shakespeare pero, en realidad, se trata de dos fierecillas domadas que representan, al
final, cada una el papel que le corresponde socialmente. José Juan (Pedro Armendáriz) se enamora de
Beatriz (María Félix) y ella le corresponde sólo cuando él se amansa, se muestra vulnerable y sensible,
cuando tiene que doblar las manos, pedir perdón y controlarse, después de haberle regresado los golpes
que ella le propinó.
En ésta, como en la mayoría de las películas sobre la Revolución Mexicana, las mujeres son un
botín de guerra que es ofrecido y tornado con gran facilidad. Esto fue también cierto en el transcurso de la
lucha armada, como lo es con suma frecuencia en muchas guerras del mundo.
Beatriz es hija de un hacendado y desprecia a los pelados, a los revolucionarios (dice que no
tienen corazón) y a las soldaderas. José Juan, en cambio, defiende a las soldaderas porque son humildes y
abnegadas.
Para José Juan conquistar a Beatriz es un reto, es como ganar una batalla en la Revolución. Le
gusta precisamente por ser una mujer brava, de carácter fuerte, que le planta cara a los hombres y les da
de bofetadas, pero... es preciso domarla (como a las yeguas salvajes). [Foto 1] Ella es, obviamente,
domada y por amor lo deja todo, en primer lugar se desclasa, deja a su familia, a su prometido extranjero
y, en segundo lugar, se deshace de su bravura, ya que se somete y se va tras él, a pie, mientras José Juan
se aleja en su cabalgadura y la mira desde arriba.
Estas escenas en que el hombre mira desde arriba a la mujer que está abajo son recurrentes. Hay
otra escena similar en La Cucaracha que mencionaré más adelante.
A primera vista y de acuerdo con lo que expresa el cura, Beatriz representa lo que no cambia, la
tierra, la tradición y José Juan el cambio, lo revolucionario. Sin embargo, ella es en realidad la que más
cambia, ella NO es la tradición sino que lo deja todo para volverse otra, una persona que antes
despreciaba: una soldadera.
Flor Silvestre es la mujer tradicional por excelencia.3 No hay la más mínima reflexión sobre los
papeles que desempeñan el hombre y la mujer, y mucho menos una crítica. Se subraya el hecho de que
ella al casarse «era como su sombra, siempre detrás de él, besando su pisada», como afirma la
protagonista al hablar de si misma, y su felicidad era servirlo, adivinarle el pensamiento. Su nombre es
Esperanza, nada más lejos de la realidad para ella, cuya esperanza se reduce a ser madre de una nueva
vida para el México grande de la posrevolución.
En La Negra Angustias, la Coronela Angustias hubiera podido acabar igual de sumisa que Flor
Silvestre 0 Beatriz si la película hubiera sido realizada por un hombre; el personaje central estuvo a punto
de hacer lo mismo, someterse a la voluntad del amado.4
La negra Angustias es la historia de una mulata criada por una curandera, una bruja; sin embargo,
al cumplir más o menos 15 años es educada por su padre, Antón Farrera, un bandolero que robaba para
dárselo a los «pobres», una mezcla de Robin Hood y de Chucho el Roto. Ella le hace la comida y lo cuida;
cuando le van a pedir la mano y ella rechaza al pretendiente, el padre respeta su decisión. Al estallar la
Revolución el padre comenta «lástima que yo sea tan viejo y que tu seas mujer». Pero, la figura paterna es
determinante para la decisión de Angustias de participar en la Revolución con un papel dirigente. Es
importante señalar que, tanto en la vida como en el cine, sucede con mucha frecuencia que las mujeres
que han hecho cosas llamadas significativas socialmente y que se suman a lo que se considera importante
en la Historia (en el arte, en la política, en la ciencia...) tienen un padre que también hizo cosas creativas y
excepcionales para la sociedad. Ellos han representado, de alguna manera, un modelo a seguir (a pesar de
la diferencia de género) y a menudo han impulsado a sus hijas.
El contexto de la guerra, de la lucha armada, está bastante claro y bien articulado con la anécdota
de la película, no es simplemente un telón de fondo como en otras.
Las mujeres del pueblo no quieren a Angustias, dicen que parece gallina con espolones y que
seguro no es hembra porque rechaza a todos los hombres. La apedrean y la quieren dañar por
«marimacho». En la novela incluso dicen explícitamente que es lesbiana. Ella representa una amenaza
para la «verdadera identidad femenina» de las mujeres del pueblo. La única que la ayuda es la curandera,
quien le hace una limpia, pero no sirve de mucho porque la siguiente vez que un tipo la quiere violar ella
lo mata a cuchilladas y se ve obligada a huir del pueblo. Es interesante el hecho de que estos dos
personajes femeninos, unidos en una relación de madre-hija no biológica, representan lo marginal dentro
de su marginado género: una es bruja y la otra negra. Es precisamente la negritud de Angustias lo que la
convierte, aún más fácilmente que una mujer de otra raza, en un objeto sexual listo para ser tomado por
los machos.
De repente Angustias decide convertirse en jefe [sic ] de la Revolución; de la noche a la mañana
es «la Coronela Angustias Farrera hija de Antón» que dice que «hay que quitarles a los ricos lo que nos
han robado». A diferencia de otras mujeres bravías del cine de esta época de la lucha armada, Angustias
siempre lleva falda. [Foto 2] Fuma y bebe y hasta se emborracha, pero siempre usa falda y no dice nunca
malas palabras. Al parecer, la Negra Angustias de carne y hueso que vivía en el estado de Guerrero era
muy malhablada.5
En la novela, sin embargo, la Coronela va vestida de hombre. Es sólo antes, en el tiempo en que
vivía en su pueblo y después en el momento en que quiere conquistar al catrín, cuando usa vestido:
«cambio su delicada indumentaria mujeril por los fieros ropajes y arreos del guerrillero: el pantalón de
cuero de venado, la chaquetilla a la mareada, el sombrerón que hacía pavoroso su rostro oscuro, las
espuelas...»6 En muchas de las fotografías de la Revolución en donde aparecen mujeres, estas llevan falda,
sin embargo, hay un montón en las que se las ve con pantalones.7 Y, en algunas de estas resulta difícil,
incluso, descifrar bien a bien el significado del traje de hombre que llevan puesto.
Tres personajes masculinos ayudan de verdad, de manera voluntaria o involuntaria, a Angustias:
su padre y su amigo el Huitlacoche la ayudan porque la quieren; Manolo el maestro de quien se enamora,
la ayuda involuntariamente ya que al ser rechazada por éste, vuelve a ser otra vez ella misma, capaz de ser
independiente y seguir desempeñando un papel activo, significativo, y darse poder a si misma.
Hay una escena poco común en las películas mexicanas.La tropa de Angustias agarra al rural «El
Picado» quien en el pasado la había acosado sexualmente, le dice que hay ella es la que manda y lo
«juzga» en nombre de las viejas de las que se ha burlado (de Piedad, de Rosa, de Lupe la de Agua Fría).
Lo manda castrar y dice que «sólo así son menos malos los hombres». Enseguida se la ve a ella caminar
entre las hojas de los magueyes, a modo de obvia alusión fálica.8 Pero el falo visto aquí como equivalente
a puñal o lanza que lastima, que hace daño.
En estas películas que considero, las mujeres en general no pasan de victimizarse, de quejarse de
lo mucho que sufren justamente por ser mujeres. Pero la Negra Angustias actúa, toma iniciativas frente a
las desigualdades y la dominación masculina.
Hay una escena que nos permite ver coma la directora desarrollo la cuestión de la relación entre
la protagonista y otras mujeres. Hacen prisionero a un ingeniero y lo van a fusilar. Llega la novia de éste a
pedirle a Angustias «de mujer a mujer» que lo libere y le dice: «La Revolución es justicia, pero nunca
felonía» .Esto no ablanda a Angustias, pero cuando le dice que está embarazada y que su hijo será
huérfano antes de nacer, eso si la hace reaccionar y libera al hombre. Como de costumbre, aparece la
maternidad como el motor fundamental que impulsa a las mujeres. Esto es una constante hasta en esta
película realizada por una mujer.
Angustias hace varios comentarios sobre la feminidad y la masculinidad. Par ejemplo, dice
despectivamente «asco de las mujeres, no entiendo, verdad de Dios, son todas como la cabra amarilla»
haciendo referencia a las cabras que de niña cuidaba en el monte. Pero también dice a propósito de las
prostitutas que «esas son las que merecen más respeto porque soportan la peste y la brutalidad de los
hombres». La preocupación y el cuestionamiento hacia los papeles culturalmente asignados a los géneros
está muy marcada en La Negra Angustias.
Angustias es analfabeta, quiere aprender a leer y aparece un maestro rubio, de ojos claros, bien
catrín y un tanto afeminado para enseñarle. En la escena en la que ella lo contrata, el va detrás de las
faldas de su madre quien es la que habla e interactúa con Angustias y canta las alabanzas de su hijo.
El no quiere saber nada de la Revolución y, además, dice que la guerra no es para mujeres.
Angustias se enamora del maestro y, como sucede siempre, actúa de acuerdo con los atributos que se
consideran femeninos, se muestra modosita, dócil, buena niña, suave y se emperifolla. Para él se vuelve
momentáneamente chiquita, mansa, idiota y se sume en la tristeza cuando él la rechaza por razones de
clase y de raza. Angustias piensa que el maestro no la quiere por pobre, por fea y por negra. Aquí se
presenta una inversión de papeles, ella es quien se le declara; ella es una ruda campesina negra convertida
en coronela, en un papel social masculino, con un cierto poder, y él, un delicado y blanco maestro urbano
dominado por su madre. Para él, la relación sería imposible; la cuestión de la diferencia de razas aparece
claramente cuando le dice que «su unión seria una cruza absurda...»
Está tan dolida por el amor no correspondido que ya no quiere ni irse con su tropa, pero los
federales matan frente a ella a su amigo Huitlacoche y entonces ella reacciona y se va, huyendo al mando
de su tropa y gritando « Viva la Revolución, Viva México». Angustias, como la mayoría de las mujeres,
aún teniendo conciencia del significado de la lucha revolucionaria, estaba dispuesta a dejarlo todo por su
amor, pero al ser rechazada puede seguir adelante haciendo la Revolución, al frente de los hombres y no
detrás como soldadera. A caballo y no a pie. Sin embargo, en la novela el final no es así; ahí Angustias se
somete al maestro quien no la ama y la desprecia, pero utiliza el hecho de que es Coronela de la
Revolución para conseguir trabajo en el gobierno. Ella termina viviendo en la Ciudad de México, en una
pobre vecindad y con un hijo, prisionera de su amor imposible.
Emilio García Riera, el reconocido crítico de cine y autor de la historia monumental del cine
mexicano no puede con esta película y con el proto- feminismo de la directora Landeta. Argumenta que el
final previsto era que Angustias se quedaba con el maestro y se convertía en una vecina de la ciudad de
México, «Este final, no se por que, fue cambia do en la película», se pregunta9 ¿No entiende por que la
realizadora cambió un final en donde la mujer se vuelve esposa-ama de casa y madre por el de una
Angustias, Coronela de la Revolución, libre y con poder? Tampoco entiende que Angustias rechace a los
hombres a pesar de que intentan violarla en más de una ocasión y escribe «la repugnancia de la Negra
ante el sexo»10 Pienso que no es precisamente lo mismo rechazar el sexo que rechazar el sexo forzado, o
sea la violación; no es lo mismo repudiar a los machos brutales que a los hombres, ya que ella, a fin de
cuentas, se enamora de un hombre. Es preciso mencionar que el maestro también es machista, lo cual no
tiene nada que ver con el hecho de que sea lo que se ha dado en llamar «afeminado». Se puede ser las dos
cosas al mismo tiempo ya que lo primero es una cuestión ideológica y lo segundo, en general, sólo se trata
de modales.
De estas películas, a mi juicio, ésta es la mejor en muchos sentidos, incluso estéticamente, pero
sobre todo en el tratamiento de la relación entre los géneros y en la forma de entender lo femenino. Es una
excepción dentro del cine mexicano porque es, además, excepción Matilde Landeta como una de las
primeras realizadoras dentro de la industria del cine nacional. Julia Tuñon, historiadora estudiosa del cine
de mujeres, ante la escena de la castración afirma: «Lo anterior puede hacernos suponer que estamos ante
una película feminista; no es tal. Las escenas anteriores muestran a una Angustias castradora porque está
castrada en su feminidad y que, ante el llamado del amor, se doma; procura cambiar...»11 Angustias no es
lo que se entiende comúnmente por una mujer castradora, castra a un violador por venganza, para hacer
justicia por su propia mano; es más, no hay nada que haga suponer que su feminidad está castrada. Se
enamora y no es correspondida, eso es todo. ¿Cuando un hombre se enamora y no es correspondido se
dice que está castrado en su masculinidad?
A pesar de haber producido una gran película como La Negra Angustias, la industria
cinematográfica nacional seguía empeñada en mostrar, una y otra vez, la concepción más tradicional
hacia las mujeres. La película La Cucaracha empieza cuando el Coronel Antonio Zeta (el «Indio»
Fernández), villista, y sus Panteras del Norte entran en un pueblo tristes y derrotados.12 La Cucaracha
(María Félix) trepada en una barda los observa y se ríe de ellos a carcajadas. Ésta es una de sus primeras
agresiones y muestras de su animadversión hacia el Coronel Zeta. Enseguida él le dice a la Cucaracha que
se vaya porque no quiere mujeres en el cuartel, pero ella le responde que es un soldado (sic) y que ahí se
va a quedar. Los integrantes de la tropa de Zeta opinan que las mujeres revolucionarias son sólo unas
«viejas mitoteras».
Le dicen la Cucaracha por rodadora, porque no se conforma con un sólo macho, le quita el suyo
a las demás. Aparece aquí nuevamente la mujer que, en cierta medida, trastoca su papel de género se viste
de hombre y usa fusil, toma alcohol, dice leperadas, y es tratada de prostituta. Zeta le dice en una escena:
«yo vine para pelear y usted está aquí pa'lo que está» o sea para acostarse con todos.
La Cucaracha es «soldado», como dice ella, y anda metida en la lucha armada. Sin embargo
opina que la Revolución es para morirse y que los revolucionarios son unos salvajes que golpean y matan.
En la leva de federales se llevan a todos, hasta a los niños y al maestro de la escuela del pueblo,
quien poco después muere en campaña. Su viuda, Isabel (Dolores del Río), pasa de ser una feliz ama de
casa a un alma buena vestida de negro que se desliza como sombra y finalmente acaba de soldadera; se
arrejunta y enviuda nuevamente. Muy buena, muy buena, pero es ella la que arrebata hombres porque le
quita el coronel Zeta a la Cucaracha.
La Cucaracha es la «hembra bravía» que se viste con colores vivos e Isabel es la esposa y viuda
abnegada, vestida de negro, que llora y llora. Ahora bien, es interesante ver cómo llevan al extremo la
bravura de la Cucaracha que hasta aparece disparando desde la primera línea de fuego. Pero lo principal
es que es una «mala mujer» que hasta echa a perder a la gente porque les da de tomar, en cambio Isabel es
la buena y por eso el Coronel la acaba prefiriendo. Moraleja: no seas independiente, fuerte, bravía y
«libertina» o te abandonaran por una mujer «como Dios manda».
Cuando la Cucaracha logra conquistar al Coronel Zeta es porque le da una bofetada y él,
mostrando su fuerza, le ordena que se desnude porque ahora va a ser mujer; como si antes y vestida con
pantalones no lo fuera. La obliga a ponerse en el suelo y ella mira desde arriba, para acentuar su poder.
Ella gustosa se entrega, se somete. En la siguiente escena ya sale vestida con falda, agarradita de la mano
del coronel. Ante esto las soldaderas le dicen «¡Ya murió mi Cucaracha!» Pero ella contesta: «¡Ahora es
cuando nace!». Y en seguida la interpelan: «¿Qué se siente ser vieja?».
En esta película se enfrentan y contrastan, pues, las dos imágenes femeninas archiconocidas: la
rodadora-marimacho y la señora-viuda, respetable, pero rejega que no hace caso a los hombres; la puta y
la santa. Son dos mujeres enamoradas de un hombre y hay dos hombres (el «Indio» Fernández y Pedro
Armendáriz) enamorados de una mujer: la Cucaracha. Los dos hombres mueren por ella y al final, ellas
juntas, como si de alguna manera se hermanaran, se van a la Revolución como soldaderas, a ver a quienes
les van a echar las gordas ahora y a cargarles el fusil para que ellos echen bala.
La Cucaracha dice de si misma que es basura, pero de pronto tiene algo en ella que no lo es, tiene
un hijo de Antonio Zeta y dice que quiere que sea como su padre. No podía faltar la sublimación de la
maternidad. Los papeles de las mujeres en esta película son muy claros aunque a menudo contradictorios,
y todos ellos responden a los consabidos estereotipos. Las del montón recogen a los heridos, lavan ropa,
cocinan, tienen que «jalar parejo adonde vaya su hombre», sirven para calentar a los hombres de la bola y
para rezar. Cuando va a nacer un bebe no puede faltar el «¡ojalá sea machito!». Y el texto final es un
botoncito de muestra de la invisibilidad de las mujeres, aún cuando supuestamente ellas son las
protagonistas de esta historia, dice «... y junto con sus hombres y sus hijos, hicieron la Revolución
Mexicana». Las mujeres, se infiere... las innombradas.
En La Soldadera, Lázara (Silvia Pinal) se casa con Juan quien es enrolado de inmediato en las
filas federales.13 Ella es una vez más esa sombra perruna que sigue a pie a su amo en turno por los campos
de batalla. Los villistas matan al marido y ella toma un arma y se va con los vencedores, los hombres van
montados, las mujeres caminando. Ahora es un villista el que se «adueña» de ella y le ordena: «no te
quedes ahí parada, búscate que comer» al tiempo que le quita el fusil de las manos, es desarmada.
El guión hace de Lázara una víctima: «ah, que suerte la de nosotras las mujeres» y «la guerra no
se hizo para las mujeres, pero hay que seguir a nuestros hombres». Sin embargo, se presenta una
secuencia que rompe con la pasividad de estas soldaderas-víctimas: una mujer le pone un fusil en las
manos a Lázara, le cruza el pecho con cartucheras, y le enseña a disparar. Inmediatamente aparecen
escenas de mujeres solas disparando, luchando en la bola, saqueando una tienda, pero claro, se muestra en
seguida también el tópico de la rivalidad entre ellas.
Tal parece que las mujeres están muy presentes y muy activas a lo largo de la película, pero, así
como los hombres hablan de las razones de la Revolución, de la tierra y de la libertad, a Lázara lo único
que le interesa es su casita, (la que no ha tenido ). A ella le importa un comino la Revolución, por eso tan
pronto está con los federales como con los villistas o los carrancistas. Ella sólo va de un hombre a otro
suspirando por tener una casa y se la pasa llorando la mitad de la película eso sí, con las cartucheras bien
puestas. [Foto cubierta]
Lázara no es un juguete del destino sino un producto de los prejuicios sexistas del director. Dice
García Riera que « La Soldadera es lo contrario de La Cucaracha (...) y eso ya resulta un elogio.»14 ¿Por
que lo contrario? El papel fundamental atribuido a la soldadera: el de seguir al hombre en turno -es el
mismo en una película y en la otra. Así como en ambas aparece el personaje femenino disparando un fusil.
No es posible percatarnos, a través del cine, de los papeles reales desempeñados por las mujeres
durante el proceso revolucionario, como tampoco podemos saber del papel real de los hombres. Lo único
que se puede ver es cual es la representación, cuáles son los estereotipos que crearon los directores y la
directora en estas películas que he comentado. Por otro lado, hasta la fecha no se ha escrito la historia de
la participación de las mujeres y de cómo se dio la relación entre los géneros durante la Revolución.
Tenemos únicamente unos cuantos retazos sueltos. En las películas se confunden con frecuencia el
personaje de la soldadera con el de la prostituta, pero ¿cómo eran en la sociedad? De lo que si nos
podemos percatar a través de estas y otras películas es de cual era la imagen de la Revolución que se
quería dar en la década de 1940 ya en el postcardenismo, y en las dos décadas subsiguientes, así como de
los papeles genéricos.
Coincido con García Tsao cuando afirma que en el cine mexicano de la Revolución «se impuso
la mirada mistificadora, signada por un furor nacionalista, el culto a la personalidad caudillista y la
creación de estereotipos.»15 Sean de la clase social que sean las mujeres siempre aparecen cocinando, ésta
es definitivamente una constante en estas películas. Como constante fue para las mujeres esa actividad y
otras similares como lavar ropa, durante la Revolución.
En estas películas se muestran los arquetipos de la feminidad: madre, seductora y musa. La
soldadera, de alguna manera, conjuga en ella misma a las tres aunque no simultáneamente. Son, además,
las tres imágenes que han definido históricamente a lo femenino, porque han sido también las funciones
culturales de las mujeres por excelencia. Incluso en La Negra Angustias el corazón de madre aparece en
todo su esplendor. El cine en general, como dijo Gertrud Koch, «son más bien reflejos y productos de la
naturaleza interna de los sujetos, de los deseos, necesidades, ideales eróticos, instintos, etcétera, que
representaciones de un mundo exterior o social».16 Si bien este cine no nos ayuda a conocer que fue en la
realidad la Revolución Mexicana ni de que manera participaron las mujeres y los hombres, si nos informa
de los valores supremos que se enaltecen sin cesar y que integran la ideología dominante: la patria, la
iglesia, la religión, el machismo, la familia, la maternidad, el amor (sobre todo el que implica
sometimiento)... valores estos con los que el cine ha contribuido, sin lugar a dudas, a ir conformando el
imaginario colectivo de un pueblo y en particular los papeles y las identidades de género.
sábado, 12 de diciembre de 2009
10 DETALLES SOBRE JOSÉ EMILIO PACHECO
Aquí algunos datos sobre el autor de Las Batallas en el desierto:
1. Aunque ganó el Premio Cervantes, dice que no es especialista en la obra de ese autor, pero ha leído tres veces el Quijote.
2. Pacheco es gran admirador de la obra de Jorge Luis Borges y en 1999 ofreció unas conferencias sobre el autor argentino. Además es experto en literatura mexicana del siglo XIX.
3. Es el segundo autor en obtener en el mismo año el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes. En 2006 Antonio Gamoneda había conseguido ambas preseas.
4. Su obra Las Batallas en el Desierto, además de inspirar la película Mariana, Mariana en la que actuaron Elizabeth Aguilar y Luis Mario Quiroz, también dio pie a la canción Las Batallas de Café Tacvba.
5. Al escritor, quien estudio Derecho y Filosofía en la UNAM, no le agradan las entrevistas, pues asegura que siempre dice lo mismo. Además nunca se ha sentido capaz de definir conceptos como la poesía, el sol o el amor.
6. José Emilio, esposo de la periodista Cristina Pacheco, confesó que se volvió más conocido luego de que hace unos años el cantante español Julio Iglesias lo mencionara en una entrevista. También el intérprete Víctor Manuel ha recomendado la lectura de su obra.
7. La Orquesta Sinfónica de Nuevo León, presentó en 1995 El reposo del fuego, compuesta por Gustavo A. Farias García, basada en el libro del mismo título de Pacheco.
8. En 2002 fue considerado por la revista Letras Libres, que hizo una encuesta entre sus lectores, como "el mejor poeta vivo de México".
9. Pacheco dice que la poesía es un "arte privado" que no puede, ni debe, competir con actividades deportivas como el futbol o el mundo de la farándula.
10. Según el autor, la televisión es enemiga de la lengua española "porque ha roto con la gramática del castellano y se olvidó de respetar la concordancia".
Redacción
El Universal
Ciudad de México Martes 01 de diciembre de 2009
00:57 José Emilio Pacheco obtuvo el Premio Cervantes 2009 y mencionó que le parece "irreal" recibir tal distinción.
¿Cómo mate a John Lennon?
Fui yo quien mató a Lennon, pero no el asesino. Aquel invierno se ponía crudo. Yo disparé el revólver.
Merodeaba por la calle 72, como tantas otras veces, con las solapas del abrigo rozándome las orejas. Trataba de reunir un poco de valor para acercarme al Dakota. Por casual que resultara, hoy me avergüenza pensar que ese maldito 8 de diciembre un lunático y yo concibiésemos la misma idea. I am not what I appear to be. Así que caminaba aplastando la escarcha. Nada más. Un paseo nocturno, un autógrafo y listo. Un breve encuentro con el genio. Let me take you down.
De espaldas al oeste de un Central Park helado, me asaltó ese terror que, desde entonces, no he podido dejar de interpretar como un augurio. Un terror más helado que aquel viento, más resbaladizo que la escarcha, más incierto que la guardia que inicié, apostado ya frente a la entrada del Dakota, esperando a John Lennon. El corazón me latía o, por así decirlo, no cesaba de girar incontrolablemente bajo la lana negra. El single y el bolígrafo aguardaban dentro del abrigo. De vez en cuando los palpaba e intentaba tranquilizarme con sus formas familiares. En este momento del recuerdo me parece como si lloviznara fugazmente, pero creo que me equivoco. Eran alrededor de las diez y estaba sorprendido: de acuerdo con las informaciones de las que disponía, él debía haber vuelto para prepararle la cena a su hijo. Se decía que ahora madrugaba y que hacía vida de padre y marido ejemplar; lo cual, a aquella rebelde edad nuestra, tendía estúpidamente a decepcionarnos. Aunque también venía militando como estandarte de la paz y la justicia; lo cual, en aquella ilusa juventud nuestra, tendía ingenuamente a entusiasmarnos. Tras consultar por enésima vez mi reloj, pensaba en desistir cuando una silueta desgarbada, menos alargada de lo previsto, bajo su ostentoso abrigo de piel, dio la vuelta a la esquina de Central Park West con la 72. Comenzó a acercarse con pasos zigzagueantes, algo cómicos. El corazón me dio un vuelco y sentí un picor en los ojos: The eagle picks my eye. Infinidad de veces me había jurado no parpadear siquiera cuando llegase el momento y, sin embargo, mientras terminaba de buscar la nitidez apretando los párpados, vi pasar la espalda larga de Lennon a dos metros de mí. Alcancé a observar que iba afeitado, aunque no perfectamente, y que llevaba las gafas casi en la punta de la nariz, más al estilo de un abuelito sureño que al estilo de un intelectual de Oriente. Estos detalles me serenaron un poco, como si la posibilidad de abordarlo se hubiera vuelto más factible y natural que un minuto atrás. Come together right now over me.
Él presionó varios botones del panel que había junto al arco del portal, mientras con la otra mano revolvía en su abrigo de piel como quien busca un encendedor. Pese a lo que más tarde repetiría todo el mundo, debo decir que Lennon iba solo. Y allí, junto al primer portón, comprendí que si no le hablaba entonces, no sería capaz de hacerlo nunca. Di dos pasos, la sangre se me heló. Pero di otros dos pasos y sentí una euforia casi animal, como si hubiese traspasado una frontera invisible y a partir de aquel punto cualquier cosa pudiera suceder. Él no se percató de mi presencia hasta que abrí la boca y de mis labios rígidos brotaron tres palabras roncas, tres palabras de vaho que no alcanzaron a continuar: “Perdone, señor Lennon...” Él se volvió bruscamente, aunque su expresión me pareció más bien relajada. Me estudió con la mirada, y me temo que identificó mi condición de inmediato. No sé por qué, de algún modo esto hirió mi orgullo: yo era en efecto un simple admirador, pero él no tenía por qué advertirlo tan pronto y sin mediar presentación. Me notaba alterado, las palabras se me atragantaban. Half of what I say is meaningless... Con indulgencia, Lennon deshizo el nudo preguntándome cómo me llamaba. A veces pienso que pudo tratarse de una simple fórmula de cortesía; otras veces me parece que aquello fue lo mejor que Lennon pudo preguntarme. Nowhere man, the world is at your command. Devuelto a mi modesta identidad, le contesté vocalizando muy bien mi apellido, como si pretendiera que él lo memorizase, y a continuación le manifesté mi deseo de que me firmara un single más un autógrafo aparte, para llevarlo en la billetera. Para mi sorpresa, o al menos en contra de mis temores, Lennon dijo “encantado” y luego dijo “pasa”. Estuve a punto de preguntarle adónde; pero enseguida, repuesto de la conmoción, me hice a un lado para dejarlo pasar, y luego entré tras él.
Franqueamos un segundo portón enrejado. Mientras caminábamos hacia el ala derecha del edificio, él me preguntó si estudiaba. Yo le dije que sí, y me atreví a añadir que tocaba la guitarra. Lennon hizo un gesto veloz con la boca y la frente, que podía significar tanto “qué bien”, como “otro más”. Mientras yo mencionaba atropelladamente los títulos de algunas de sus últimas canciones, accedimos a una nueva entrada. Lennon jugueteaba con un llavero y parecía tener ganas de charla. Esto tengo que contarlo, pensé, justo antes de que él dijera: “¿Te apetece un capuchino?”, y a mí me temblasen las piernas de pura incredulidad mientras él insistía: “Por mí, puedes subir, será sólo un momento, he olvidado unos papeles en casa y tengo que volver al estudio”. “¿Va a grabar otro disco?”, le pregunté. Pero Lennon se limitó a introducir la llave en la cerradura. “Anda, pasa”, dijo, “estás de suerte, hoy estoy de buen humor: mi hijo Sean ha aprendido a escribir su nombre”. Beautiful boy.
Hoy veo moverse a Lennon muy lentamente, al contrario que entonces. Veo detalles en aquel recibidor que no podría asegurar si existieron. Sí recuerdo con toda exactitud a Chapman, de pie junto a las puertas del ascensor. No sé cómo había entrado. No debió, en todo caso, de resultarle fácil, ni debía de ser aquella la primera vez que lo intentaba. Pero fue esa noche maldita, y no otra noche, cuando tuvo éxito. Chapman era rubio, tenía cara de morsa y llevaba puesto un impermeable que fue abriendo poco a poco mientras se acercaba a Lennon con una sonrisita mansa. Pude advertir que era flaco, aunque un poco fofo de vientre. Daba la impresión de ser completamente idiota. “Señor Lennon”, pronunció, en un tono muy distinto del que yo había empleado en la puerta del Dakota. No sé si sonaría presuntuoso afirmar que ya entonces me alarmé. Somebody calls you, you answer quite slowly. El caso es que John, en cambio, no pareció percibir nada extraño y respondió con un “¿Sí?” entre cansado y distraído. You can talk to me. Pero Chapman, sin dejar de sonreír, cara de morsa, siguió abriendo su impermeable y los ojos mojados, que empezaban a inflamarse. I should have known better. Lennon se volvió hacia mí, como diciéndome “encárgate tú de echarlo”. Fue por eso que no vio cómo el revólver asomaba del cinturón de Chapman. Oh, you can’t do that. Yo avancé y me interpuse. Yes, I’m gonna be a star. Es posible que ni siquiera entonces Lennon comprendiera lo que estaba sucediendo, porque mi cuerpo le obstruía la visión -ya de por sí limitada en aquel recibidor sin luz-, e incluso se me ocurre que todo pudo parecerle una curiosa escena de histeria entre dos fans. Tomé del brazo a Chapman, que ya empuñaba su revólver. Caí encima de él. Nothing to kill or die for. Forcejeamos en el suelo. Busqué apresarle las muñecas. Chapman poseía la fuerza remota de los desesperados. Happiness is a warm gun. Detrás de mí, de pronto, resonó un estruendo que ascendió velozmente por las escaleras como un tornado. Mother superior, jump the gun. Boca arriba en el suelo, Lennon sangraba. I don’t wanna be a soldier, mamma, I don’t wanna die. Vi que tenía convulsiones y que su pecho se inundaba rápido. I’m losing you. Me incorporé. Resonó otro disparo. Luego varios más seguidos. One and one and one is three: y allí estábamos los tres, un Beatle, Chapman y yo en el recibidor del Dakota, a las once y cinco de la noche, cada uno muerto a su manera.
Fui yo quien mató a Lennon, pero no el asesino. Mientras forcejeaba con Chapman, al intentar desviar su puño de la trayectoria de su víctima, que -ahora sí- lo miraba atónita por detrás de sus gafas, advertí con toda claridad cómo por un segundo mi propio dedo índice se deslizaba por el hueco que quedaba en el gatillo, cómo lo presionaba y cómo se retiraba con aterrada violencia, ya demasiado tarde. El siguiente disparo sobre Lennon, al igual que los restantes, los dio en efecto Chapman; pero ya se trataba de los tiros de gracia. Primero, por instinto, atiné a protegerme de un posible ataque. Aunque enseguida comprobé que Chapman había realizado su sueño y ya ni tan siquiera me veía, que no se movería más y seguiría contemplando el cuerpo de Lennon, fascinado como los dementes a quienes la realidad les da por fin la razón. Sé de sobra que John cayó ahí, y no en otro sitio; así que si minutos más tarde lo encontraron tendido bajo el arco del portal, supongo que fue porque Chapman lo arrastraría hasta allí para mejorar el efecto de su hazaña. En cuanto a mí, aproveché para huir o, mejor dicho, para ocultarme como pude y esperar a salir tras el primer vecino que abrió los portones enrejados.
Cuando poco después llegó la policía y lo arrestó, Chapman no declaró absolutamente nada sobre mi presencia en el Dakota. Al principio su silencio me extrañó, pero luego comprendí: Chapman había obtenido su momento de gloria y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Él había buscado a Mr. Lennon, él le había pedido un autógrafo en su single y él le había disparado a quemarropa hasta vaciar el cargador. Y así, sonriendo mansamente, con la vista extraviada y envuelto en su impermeable, fue como se lo llevaron. Sólo entonces, y por mucho que ella insista en que estaba con él, la señora Ono supo y bajó en ascensor.
¿Cómo es que la policía no encontró también mis huellas dactilares en el arma homicida? Fácil. Ya lo dije al principio: aquel invierno se ponía crudo. Yo tenía puestos los guantes.
Me he preguntado muchas veces cuál habrá sido el último pensamiento claro de Lennon, justo antes de topar con su asesino: una posible melodía, la cara de su hijo, su bendita japonesa, ganas de ir al baño, alguna vaguedad intrascendente. ¿O acaso una parte de él intuía el peligro y por eso me invitó a subir? ¿Se pone en guardia nuestra mente antes que nuestro cuerpo cuando la muerte está próxima? Sólo por la tarde, al día siguiente, me atreví a comprar los periódicos: And though the news was rather sad. El hombre al que hacía apenas unas horas yo había acompañado a través de las puertas del Dakota ocupaba todas las primeras planas. Recordé lo que había leído en una entrevista suya en Playboy unos pocos días atrás: “Detesto a los que insisten en que es mejor quemarse que marchitarse. Es mejor marchitarse poco a poco. No aprecio esa veneración estúpida por los héroes difuntos. Yo venero a la gente que sobrevive. Me quedo, por supuesto, con los vivos”. Me he torturado una y otra vez recreando la escena, corrigiendo cada uno de mis movimientos, rectificando la suerte. Daría lo que fuera por un poco de paz para mi mente; pero estoy invadido de música mortal. I am he as you are he. Me temo que ya nunca dejaré de regresar a aquel 8 de diciembre helado, en el Dakota. ¿Quién de nosotros, de hecho, no estuvo también allí como empezando de nuevo, sujetando ese revólver una y otra vez, forcejeando inútilmente?
Este relato fue publicado en la edición mexicana de la revista Playboy en octubre de 2004.
Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977): licenciado en Filología Hispánica de la Universidad de Granada, España. Actualmente es columnista y guionista de tiras cómicas del diario Ideal de Granada. Su primera novela, Bariloche (Anagrama, 1999), fue finalista del Premio Herralde y elegida entre las diez mejores novelas del año por El Cultural del diario El Mundo. Su siguiente novela, La vida en las ventanas (Espasa, 2002), fue distinguida como finalista del Premio Primavera. Con Una vez Argentina (Anagrama, 2003) volvió a ser finalista del Premio Herralde de Novela. Ha publicado los libros de cuentos: El que espera (Anagrama, 2000) y El último minuto (Espasa, 2001). Los libros de poesía: Métodos de la noche (Hiperión, 1998, Premio Antonio Carvajal), El jugador de billar (Pre-Textos, 2000), El tobogán (Hiperión, 2002, Premio Hiperión) y La canción del antílope (Pre-Textos, 2003). Y el libro de ensayo: El equilibrista (Acantilado, 2005).